5/9/14

Los anuncios mienten.

El tipo tenía una lavadora. Hasta aquí todo normal. Un día la lavadora le dice que quiere hacer un viaje, que había ido juntando las monedas que se caían de los pantalones al girar y que quería conocer Las Vegas. Era una lavadora alemana, gente seria, nunca se quejaba de que la ropa estuviera demasiado sucia y los programas fuesen demasiado cortos. Hacía lo que podía y sin rechistar. Pero la perfección no existe. Todos tenemos algo que nos hace mirar a otro lado. A ella le gustaba el Texas Hold’em Poker y no quería morir sin saber cómo era eso de sentarse a una mesa tapizada de verde y que te suden las manos mientras el corazón va a mil por hora. Pues eso, que se fue. Lo malo es que cuando llegó y vio todas aquellas luces se le olvidó que era alemana. Se le quemó la sangre. Una noche no se le ocurre otra cosa que utilizar el truco del centrifugado para distraer al crupier y sacar una reina de picas que tenía escondida en el cajetín del suavizante. Una chiquillada. No sabía que en un casino de ese nivel hay doscientas cámaras por metro cuadrado. Pero tuvo suerte y se levantó de la mesa con algo más de veinte mil dólares. Sonó la flauta y volvió a casa como si nada. El tipo prefirió no preguntar. Él también miró para otro lado, como hacemos todos. Pasó el tiempo. Un día llamaron a la puerta. Era un frigorífico ruso preguntando por ella. El tipo debió hacérselo en los pantalones al ver aquella mole brillante nada más abrir. Medía más que él. Le dijo que no sabía nada de ninguna lavadora. Pero ya sabes cómo se las gastan esos frigoríficos rusos. Le tiró al suelo y fue derecho a la cocina. Lo que pasó después creo que nadie debería saberlo. No son cosas que deban escuchar los niños. El tipo se arrastró desde el recibidor a la cocina como pudo. Veía al frigorífico de espaldas, enseñándole las tripas negras llenas de tubos que se retorcían. Escuchaba de fondo la voz temblorosa de la lavadora diciendo que no sabía nada de ningún dinero. Cree que hablaban en alemán, o a lo mejor en ruso, vete a saber. El tipo no sabía qué hacer, pero de pronto se iluminó. A veces pasa. En momentos tan dramáticos uno recuerda una musiquilla, tonterías, una bombilla ridícula que se enciende en la cabeza. El bote de Calgon estaba sobre la encimera, sólo tenía que ladearlo un poco para que viera la escena y pudiera hacer algo. Se incorporó como una lagartija intentando trepar una pared de hielo y consiguió poner de frente el bote con la etiqueta mirándoles. El tipo esperaba un milagro. Era estúpido, sí, pero era una posibilidad. Hizo fuerzas con todos los músculos de su cuerpo para que al bote le creciera una capa de superhéroe en la espalda que le recordara que su razón de ser era proteger la vida de su lavadora, como decía la canción. Pero no hizo nada. Se quedó allí, mirando, embobado morbosamente con el espectáculo del asesinato. Acabado el trabajo, el frigorífico se largó dejando en su cocina un cadáver lleno de hierros y un pequeño charco azulado que se fue extendiendo como el mapa del país de la infamia.

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