5/9/14

La final

Siempre pasaba lo mismo una semana antes de la final. Se multiplicaban los corrillos de ángeles caídos refunfuñando y cuestionando la mismísima esencia del campeonato y cómo podía ser que bajo el nombre “Trofeo Celestial de Bádminton. Ángeles contra Demonios” se hiciera la vista gorda con la participación de arcángeles que aventajaban en condiciones físicas al resto de jerarquías, por no hablar de los serafines y sus ridículas alas provistas de ojos que una simple brisilla bastaba para inquietar. El bando de Dios estaba acostumbrado a sus chismes. Eran ya tantos años con lo mismo que si un día faltara sentirían una impostura semejante al del que se ha pasado la vida bebiendo vino rebajado con agua y un día lo prueba puro y piensa que está adulterado. El arcángel Miguel era el que más ajeno permanecía a las maledicencias de los Grigori, la infernal familia que, por su número y tamaño corporal, hacían que tuviesen que habilitarles cinco anfiteatros para ellos solos. La rutina de Miguel no se veía perturbada por las señales inminentes que anunciaban el día y la hora de la final: paseos a caballo al amanecer, caza con lanza de bronce, rondas de vigilancia por el anillo de la muralla y una alimentación espartana que confiaba a la virtud de ciertos vegetales ricos en sodio su punto óptimo de forma para la cita. Lucifer, en cambio, se mostraba nervioso, alterado en extremo por detalles tan insignificantes como el diseño de su camiseta. Estaba harto de la estrella amarilla caída en el suelo. No podía comprender que su federación no fuese capaz de ir un paso más allá del simbolismo ramplón de un firmamento incompleto. El que está abajo es el que pierde, gritaba, y yo no nací para perder. Les pedía magia, épica, cierta puesta en escena que incluyese una garantía invisible para la victoria, pero lo que se encontraba cada año doblado sobre la banqueta del vestuario era la maldita camiseta de siempre junto con una nota que no necesitaba leer: “Tu oscuridad nos guía. Firmado: todos.”
Tras un tiempo fuera del tiempo, llegó el día, y con él las colas a la entrada del estadio y las inevitables peleas y empujones que casi siempre se quedaban en inocentes simulacros de una época terrenal y finita que todos, a su manera, añoraban. Era el único día en que la bondad y la maldad estaban tan cerca que se confundían en una. El aliento de unos se convertía en la respiración de los otros, y viceversa. Al final, la cadena de idas y venidas de tantos viceversas creaba un entramado de líneas imaginarias en la cabeza de todos mucho más difícil de seguir que la contemplación de la pelotita alada (como la llamaban despectivamente los caídos, y no volante, que era su término oficial) yendo de un extremo a otro de la pista. Las puntas de todas las alas se rozaban creando chispas que iban del azul más apagado a un naranja eléctrico que a cierta distancia parecía casi rojo. Ya dentro del estadio no faltaban nunca en la grada las imprecaciones en latín de ciertos querubines aleccionados para disminuir la moral del otro bando. En una traducción apresurada venían a decir cosas como: Has caído del cielo, Lucero, hijo de la Aurora. Has sido abatido a la tierra, dominador de naciones. Tú decías en tu corazón: "escalaré los cielos; elevaré mi trono por encima de las estrellas de Dios; me sentaré en el monte de la divina asamblea, en el confín del septentrión escalaré las cimas de las nubes, seré semejante al Altísimo.” Después de las alocuciones se escuchaba un murmullo unísono de aprobación en su mitad del estadio, seguido de una protesta de pies contra el suelo que se extendía hasta que una voz por la megafonía anunciaba el comienzo del partido. Todas las miradas se centraban en el palco de honor y en la llegada de Dios, acompañado de sus vanidosos arcángeles custodios. No se podía hablar de clasismo, ya que conceptos como ese resultaban fuera de lugar allí arriba, pero sí que había en su forma de caminar una sombra de altanería que hacía pensar en cierta nostalgia virreinal de corazas brillantes y espadas barrocas que no podían disimular por mucho que Dios les pidiese contención, máxime en determinados eventos públicos en los que la imagen lo es todo.
Cuando el volante empezaba a hacer lo que sabía, volar, se producía un silencio mágico. Todos los ojos se concentraban en los servicios cortos de Lucifer, seguidos de los drives con los que respondía Miguel, alternándolos con efectistas remates en salto que eran muy celebrados por la grada. Ambos honraban a su manera al Duque de Beaufont que un día se trajo este juego de la India y lo popularizó entre la nobleza inglesa. Ojalá pudiese verlos en ese momento por un agujero, ser testigo de la gloria que había alcanzado en una región de la eternidad colonizada por los suelos de mármol y las puertas de espejo. Ambos jugadores amaban la cadencia del volante en el aire, las parábolas que creaba haciendo gala de una aerodinámica desconocida que dejaba en suspenso, durante unos instantes, el resto de disputas que les enfrentaban.
El bando angélico soñaba que veía cada jugada reflejada en los ojos de Dios, la pelotita alada viajando por la curvatura de sus cristalinos, un espectáculo frente al que todo lo demás resultaba insulso, diminuto. El sueño del bando de los caídos era mucho más prosaico. Imaginaban que Lucifer arrojaba con furia la raqueta al suelo a medio partido y desplegaba teatralmente la envergadura de sus alas hasta abarcar todo el ancho de la pista. Eso, unos riffs de guitarra muy saturados y sus ojos enrojecidos bastarían para sembrar el pánico en el sector de los amanerados lameculos de Dios, empezando por el pomposo que tenía al otro lado de la red. Pero la realidad manda incluso en el Cielo, haciendo que ni unos ni otros viesen sus anhelos materializados ningún año. Los jueces de pista siempre se las arreglaban para anular algún punto a Lucifer en el último juego, conseguido por un golpe (según ellos antirreglamentario) que le hubiese dado la victoria. Después de entregarle la copa al único ganador posible, Dios se retiraba con su corte de elegidos para abandonar el estadio antes de que los caídos comenzasen con la matraca de cánticos denigrantes y ruidos obscenos que hacían con la boca y otras partes de sus cuerpos y que no cesaban hasta bien entrada la noche, cuando el Cielo tomaba el aspecto de un planeta muerto o de un electrodoméstico desenchufado o de algo roto que un niño encuentra en una acera y decide meterse por puro aburrimiento en el bolsillo.

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