26/8/14

Pensaba hace un rato, en el tren, lo bueno que sería contar con una aplicación móvil para averiguar la nacionalidad de una persona a partir de su reconocimiento facial. Sé que resultaría embarazoso acercarse a alguien y decirle: por favor, déjame escanear tu cara, no soy un psicópata ni un pervertido, simplemente quiero saber de dónde eres sin preguntártelo. Dado el vacío existente en este tipo de dispositivos, debo fiarme de mi intuición. La chica medio dormida que viajaba a mi derecha parecía de Tegucigalpa. No lo digo sólo porque sus ojos, arropados casi por completo por sus párpados, pareciesen dos volcanes arrancados de la tierra y llevados al otro lado del Atlántico. En realidad no sé por qué lo digo: no sabría diferenciar a un hondureño de un guatemalteco. Esto es lo malo de confiarle trabajos a la intuición, y más a la mía, que lo poetiza casi todo. Pensándolo bien, no es tan importante saber de dónde seamos. Debería ser una información como las que vienen en las etiquetas de la ropa junto al icono de una plancha tachada, algo que nadie lee. Sería más útil crear una aplicación que detectase a los que no les preocupa dónde hayan nacido y no sepan diferenciar su bandera de la de otros, personas que nunca utilizarían su nacionalidad en contra de nadie. No sé qué pensará de todo esto la mujer de los volcanes dormidos. Seguro que no le quita el sueño.

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