26/8/14

Se amaban como no se ama nadie en las películas, porque nadie al recibir la noticia de la llegada de la otra persona se asoma a la ventana pensando que ojalá todo el paisaje se llenara de pájaros, más que de pájaros de la multiplicación de su canto para fabricar una primavera perfecta a la que no le faltase ningún detalle: una estación manufacturada al milímetro desde el grosor y el brillo de las hojas hasta la densidad y la persistencia de cada uno de los olores que le llegasen al otro. Porque sería importante que desde el momento en que bajara de ese avión todo fuese tal y como había pensado. Nadie se amaba así en ninguna película. No se trataba de caminar juntos bajo un paraguas o hacer que las miradas de ambos se acoplasen en una sola ante la vista del jardín abandonado de una casa victoriana, como les sucedió una vez a los dos, casi al tiempo, pensando que sería injusto conformarse con el discurso que redactase luego la nostalgia obligándoles a salir en una foto incompleta, una imagen que no acabase de contarlo todo, una reliquia triste ofrecida por la casualidad. Amar a alguien así supone el trabajo de cambiar la realidad por cuadros sucesivos que alimenten la idea de un amor hecho hasta la obsesión orfebre de subir la intensidad de un hilo ocre dos tonos por encima para conseguir que el color sea el adecuado para sus ojos. Se amaban desproporcionadamente, ingenuamente, torpemente, con la gloria inútil que preferían pensar los demás cuando pasaban a su lado, o con el asco, o con el asco abrazado a una envidia violenta que nacía de no encontrar comparación con el suyo: algo así, esos nudos, esas premoniciones que llenan el aire cuando hacemos algo por alguien conteniendo mucho la respiración y apretando tanto los dedos que nos acaban temblando las manos.

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