28/8/14

Mientras mis hijas están en la bañera jugando a hacerse gorros de espuma, caretas y peinados que luego me obligan a fotografiar, pienso en todos los niveles que ofrece un texto si pudiésemos cortarlo a sección como esos grabados de las tripas de un transatlántico. Más que niveles, pisos, por los que se circula de una u otra forma a modo de viaje. El autor va por uno. Él construyó el artefacto, aunque su autoría final es compartida por todos los que lo lean, una comunidad de hombres que sostienen vigas, cadenas de manos que pasan sacos de cemento formando una hilera infinita. A pesar de todo el romanticismo libertario que le queramos dar, camina por el que el que llamaremos principal. El lector va por otro, uno que muchas veces no se ve pero que va abriendo y desbrozando para asistir al repertorio de maravillas. Y luego está el tercero, mi preferido. Uno por el que puedo caminar pensando en mis cosas, escapándome a las voces de mis hijas que me piden que les lleve dos vasos de agua a la bañera, mientras les contesto a distancia que no soy su criado pero sabiendo que voy a dejar de leer las Clases de literatura que dio Cortázar en Berkeley para acercarme a la cocina a traérselos. Dejo al escritor argentino muerto a media disertación, pero me llevo mentalmente sus palabras por el pasillo y las mezclo con lo que me producen por dentro: esas selvas que ahora suenan reverberadas, palabras de una boca que desde otro mundo también parecen pedir agua.

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