26/8/14

El mundo está lleno de puertas de cristal que nunca debería haber cruzado, por mucho que dentro le esperasen hombres vestidos de traje sujetando salmones vivos en sus manos. Pero quién iba a saberlo en esos momentos. Quién se iba a resistir al acto involuntario de la mano empujando una hoja de cristal o simplemente viendo cómo la célula fotoeléctrica les ordenaba abrirse para que él pasara. Todo el tiempo que perdió cruzándolas no volverá, al igual que el tacto de sus pies por las moquetas que se extendían dentro, dándole sentido al perfume aséptico de esos paraísos inventados por la ambición. Tampoco lo hará la absorta contemplación de las pieles de los peces que le fueron entregados como recompensa a su trabajo. Ninguno de esos hombres tuvo la delicadeza de decirle que a cambio de la posesión ilusoria de los salmones iría perdiendo una parte de sí, cada día un trozo rebanado, cada hora una cuerda de su voz que después echaría en falta para completar la hombría de sus gritos de admiración por ese otro mundo que quedaba fuera y que sólo empezó a descubrir cuando todas las puertas se cerraron a su espalda. La autobiografía de ese tiempo comienza con esta escena y él es su narrador. La imagen del mostrador vacío de la recepción de una multinacional va fundiendo a negro mientras la cámara se aleja.

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