28/8/14

El dueño de la fábrica de yogures es un señor muy gordo con bigotes franceses de circo. Como a Mireia le pilla muy lejos esa estética, me dibujo uno imaginario en la cara haciendo espirales lentas con los dedos. A ver qué ha escrito hoy, papá. Abro uno de los yogures, paso la lengua por la tapa y carraspeo para aclarar la voz. Desde que ella y su hermana eran muy pequeñas les leo los mensajes que el señor de los bigotes franceses tiene a bien escribir en sus yogures por puro aburrimiento o puede que por un altruismo inusual hacia los que se los toman. El caso es que a Mireia le sigue gustando escucharlos mientras la cuchara va y viene a su boca. Los primeros eran del tipo: acabas de ganar esa muñeca que viste el sábado. Ella preguntaba: ¿cuándo nos la darán? Y yo le decía: habrá que estar atentos, no pone el día. Luego se fueron sofisticando hasta el punto de empezar a pensar que de dónde sacaría ese hombre tanta información sobre nosotros y las cosas que nos pasaban a diario. Conocía el color de los ojos de Mireia y hasta cómo se le venía el pelo encima al comer. Sabía cuándo se le caía un diente o cuándo se había peleado con una amiga en el colegio. Por las noches, después de cenar, siempre encontraba las palabras exactas para que mi hija solucionara el problema al día siguiente. Sé que un día abrirá su yogur y no me dará la tapa. Me sentiré como el que lee cartas a los tesalonicenses en el refectorio de un monasterio de fantasmas.

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