28/8/14

Empecé a escribir poesía por culpa de Luisa Castro. También estaba Gil de Biedma, sí, pero su presencia era como la de esos compañeros de juerga con los que no te importa amanecer. Era real y decía cosas inteligentes, cosas muy sencillas subidas a un lenguaje muy alto que no parecía muy alto. Sin embargo, Luisa no estaba en este mundo y por mucho que amaneciera un millón de veces sólo te quedaba el eco de lo que habías leído, un material desconocido que venía de una parte del universo en la que nunca habías estado. Un eunuco me escribe versos y yo / lo amo como a las niñas pobres / que me visitan en el palio de la risa. Nunca algo escrito me ha dicho tantas cosas a la vez y me ha provocado tanta envidia y tanto fuego como para sentir la necesidad de seguirlo, de aumentarlo, de que no se muriese allí, así, de golpe, de utilizarlo de trampolín para mis propios saltos que muchas veces son tan fallidos que salgo del agua con la piel de la tripa roja por los planchazos. Escribir poesía es aceptar que uno es portador de su propio palio de la risa, una niña pobre condenada a visitar una casa en la que casi nunca te quieren recibir.

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