14/7/14

Un hilo por dentro que al tensarse quema.

Pensó en la palabra “ayer” y no supo dónde colocarla, como si se tratase de un juego en el que te vendan los ojos y tienes que situar una pieza en el lugar del tablero que le corresponde. La palabra “ayer” carecía de un impulso magnético para dejarse llevar, para correr tras su lugar en todo lo que pasó y ahora poder encajar por el efecto de una magia que no existe. Se recordaba subido a un autobús pero teniendo que bajar dos paradas antes porque creía que se iba a desmayar o que toda esa gente que le rodeaba se pondría en su contra y le acorralaría hasta asfixiarle. También se recordaba saliendo de casa pero teniendo que regresar al poco rato porque pensaba que estaba demasiado lejos y que a esa distancia sería víctima de un ataque repentino que le dejaría tirado en la calle. Y el frío por dentro, también eso recordaba, o más que recordar sentía cómo subía de nuevo por sus brazos, un río desconocido que cruza el Ártico y en el que viven unos peces sin ojos. Todo eso era el ayer, esa palabra de cuatro letras que se disponía en fortaleza al ser pronunciada, una edificación sin puentes levadizos ni ventanas, una mole, un bloque puesto en el centro geométrico del tiempo para enseñar a sufrir. De aquel ayer pertenecían las llamadas telefónicas a antiguas relaciones que la angustia y el zumbido de un vacío mareante quisieron retomar para ver qué pasaba. Llámalas. Llámalas y revuelve con el palo, aunque sólo sea para escuchar el eco de ese recipiente en el que ya no hay nada. Una voz le dijo que se había casado, que tenía una niña, que fuera un día a casa a tomar café y a conocer a su marido, pero mientras iba escuchando esas palabras volvía a sentir el frío subiendo y quizá la inutilidad de todos los actos que planifica la cabeza y al minuto desmiente y dinamita cuando te das la vuelta. Sólo quedaba Londres, ir a Londres por sorpresa e implorar a M para que le dejara estar a su lado. Habría que coger un avión. Sería sencillo. Aparatos pensados para las reconciliaciones instantáneas, para las mentiras que suenan a verdad en una sala de espera mientras todo parece razonable y las piezas encajan, incluida la palabra “ayer” que se desliza por los suelos encerados y baila para los presentes sin necesidad de más campo magnético que la casualidad. No hay nada como una sala de espera y el placer de esas voces no humanas que anuncian vuelos. Si la vida fuese siempre así no existiría el dolor ni la necesidad de recolocar nada. Subiría a ese avión y se demostraría que la retroactividad existe, que el tiempo dispone de sistemas inteligentes para que volvamos a acceder a las cosas que pasaron. Lo imaginaba como un decorado de teatro en el que la misma persona sale por puertas diferentes a épocas distintas. Los espectadores no piensan que sea mentira porque desde que compraron la entrada asumieron que les iban a contar una historia y que debían asumir el pacto. Él pensaba que la realidad tendría que funcionar así. En vez de entrada le habían dado una carta de embarque con la que se podía jugar a entro por aquí y salgo por allá y lo hago vestido de la época en que M y yo nos reíamos sin mirarnos y sin cruzar palabras. M y yo. Ahora M y yo era sólo una posibilidad disecada que sostenía en la mano mientras el avión se colocaba obediente en la pista para que él cumpliera su sueño. Pasajeros con destino a “ayer” embarquen sin dudarlo por la puerta que quieran, son libres. Eso decía la máquina que imitaba voces humanas. Era libre. Tan libre que cuando anunciaron el vuelo comenzó a sentir de nuevo ese hilo por dentro que al tensarse quema y tuvo que volver corriendo a casa. Necesitaba recluirse para hacer recuento de sus fantasías: de las que llegaron mutiladas y de las que se quemaron el rostro por exponerse frontalmente a la turbina de un avión que nunca llegó a volar. Los héroes lo hacen así. Siempre lo han hecho, pero los libros no cuentan esa parte ni la de los ríos árticos donde viven peces sin ojos entre los que él aprendió con los años la sutileza de sus movimientos dorsales mientras eran arrastrados por la corriente.

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