11/7/14

Cuando me quedo solo en casa en verano, esas semanas en que mi mujer y mis hijas están en S’Agarò, pienso muchas veces en la película El pianista, sobre todo cuando voy a la cocina y miro qué puedo comer mientras abro las puertas de los armarios altos y remuevo entre los paquetes de pasta, los frascos de legumbres y las latas de conservas para decidir qué me apetece. Recuerdo las escenas en que Adrien Brody, instalado en un piso franco de Berlín, apura las últimas migas secas del pan que le trajeron hace semanas y se las lleva a la boca como si fuesen caviar. La película me gustó en general, pero si tuviera que quedarme con algo sería con esos momentos en que un hombre encerrado en una casa apura los últimos restos de comida y repasa todos los armarios de la cocina con la esperanza de encontrar algo. Ni soy judío ni Madrid está siendo bombardeada por las tropas soviéticas en estos momentos ni debo permanecer escondido aquí, pero envidio la felicidad con la que el protagonista celebraba cada miga encontrada, con los ojos cerrados, con una alegría que nos pasa tan desapercibida a casi todos. Esa sensación no me la producen los paquetes de macarrones ni las latas de atún que mis manos palpan sobre el estante que hay encima del microondas. Sólo la ausencia y la necesidad nos enseñan cosas que de otra forma permanecen escondidas siempre al fondo de un armario.

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