14/7/14

Al vivir y trabajar a las afueras me siento raro cuando paseo por el centro de Madrid, como si fuese un extranjero de los que aprovechan una sombra para desplegar el mapa que le dieron en el hotel mientras la punta del dedo elige dónde ir. Había quedado con un amigo cerca de Plaza de España. Como tenía tiempo cogí un autobús que me dejó en Moncloa. Sólo tenía que recorrer Princesa. Sería un buen paseo y además me gustan todas esas calles pequeñas que dan a Rosales. Una de las manías que tengo desde pequeño es imaginar cómo sería mi vida si viviera en cada una de las casas que descubro caminando y que por alguna razón me dicen algo. Ayer por la tarde hice honor a mi obsesión y me dejé llevar a otras existencias con vistas al Parque del Oeste. Para que decida imaginarme en una casa determinada es importante que se cruce un olor que me evoque algo mientras contemplo la fachada. Las casas antiguas desprenden olores antiguos, sobre todo en verano, cuando el calor despierta los barnices de las puertas, de las maderas de los suelos o recalienta la pintura de la fachada. En muchas casas antiguas he caminado por los pasillos y he descubierto cementerios abandonados llenos de maleza y flores secas al fondo. No hay nada más hermoso que un cementerio en verano. Hasta los insectos que merodean los hierbajos de las tumbas parecen susurrar canciones de una infancia que nadie llegó a vivir. El olor es mi compañero de aventuras cuando ocupo viviendas que no me pertenecen. Me desvié por una de esas calles y observé los portales que más me gustaban. En algunos, desde la acera, se podía ver la rejería de hierro del ascensor y la cabina de madera dentro, iluminada, como una nave espacial que me decía ven, sube, viajemos sin prisa, te llevaré a un lugar en el que nadie ha estado. Cuando la llamada es muy fuerte y tengo tiempo, me meto en el portal y permanezco allí absorto unos segundos. Mi timidez me tira en seguida de la manga para que nos vayamos. Me dice que ha oído pasos en la escalera, una puerta que se abría, alguien que pronto recriminará mi presencia, para lo que tendría que balbucear cualquier excusa como la de preguntar si hay algún piso en venta. Vivo a las afueras, cada vez más, no sólo física sino espiritualmente, a las afueras de un mundo raro que no sabría explicar con otras palabras que no fueran estas u otras parecidas que me permitan sentarme de vez en cuando frente a mi gran desconocido, buscar sus ojos y leer muy despacio lo que pone allí.

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