7/7/14

Mis vecinos de abajo se sientan muchas tardes como hoy en la terraza con su hija de dos años, en un sofá de mimbre, ellos a los lados y la niña en el centro. La madre se suele colocar con las manos enlazadas sobre el regazo, una postura absolutamente conveniente para las tardes de verano en que le comunicas a la vida que estás en paz, que tus cuentas están más o menos al día y además te sobra un rato para el ambicioso pasatiempo de la felicidad. Él suele quedarse mirando a su hija, pensando en lo extraño que supone todo lo relacionado con la vida. Se entrega tanto a ese pensamiento que no le importa que su hija le tire de la barba. Conviene recordar que la más extrañada siempre es la última que llegó y que por ello debe investigar por qué el resto de seres vivos son tan diferentes. Mis vecinos de abajo pertenecen a ese género que le gusta tanto a mis ojos. Lo que no imaginan es que cuando les miro, conteniendo la respiración entre los estores, cada uno de mis parpadeos es un salto de página que me regalan sin saberlo.

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