27/7/14

Me viene bien imaginar que soy Junichiro Tanizaki. Desde que lo hago, noto que escribo mejor. Menos adjetivos. Menos subordinadas y subordinadas de subordinadas. Cuando me enfrento con una duda en medio de un texto me pregunto cómo lo haría él, cómo saldría airoso. El proceso me lleva a visualizarme, inevitablemente, vestido con un kimono de seda color burdeos que muestra un dragón bordado en la espalda. Después me echo brillantina en el pelo y me lo aplasto mucho hacia atrás. Me resulta agotador imaginar que soy un escritor japonés muerto y, a medio plazo, no sé si me acabará compensando este lío de ropas y esa sensación grasienta en las manos que dura hasta cuando estoy en la cama y me veo restregando las palmas obsesivamente contra la sábana. Recuerdo cuando imaginaba que era García Márquez. Incluso me compré una hamaca. Después de la ducha me rociaba el cuerpo con agua de rosas y me vestía con gangas que compraba en Coronel Tapioca, prendas de lino y algodón que al llegar a casa perdían el misterio tropical que insinuaban en la tienda. A pesar de vivir en Barcelona, me hice con un humidificador para simular el clima de Aracataca. Los días que imagino que soy Luis Acebes no sé qué ropa ponerme ni cómo actuar. Lo cargo todo de adjetivos y construyo ristras de oraciones subordinadas que voy colgando por las páginas como si fuesen guirnaldas para una fiesta que nadie ha pedido. Cuando sucede, todos los escritores que un día imaginé que era me miran consternados.

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