23/7/14

A los veinte años una mujer podría ver la vida como un anuncio de colonia muy largo, una pieza audiovisual que nadie creó pero que está ahí para cuando se requiere. Basta con pestañear y aparece. Ciertas autobiografías de la inconsciencia transcurren así: puertas con lazos de raso, escaleras de caracol construidas con brillantes para bajar a tus propios infiernos. A los treinta, esa misma mujer podría ver la vida como la consecuencia de ese anuncio. No sería trivial sentir cierta nostalgia anticipada a bordo de una góndola en Venecia al atardecer. Intuye que la fiesta se está produciendo y que se alimenta de la electricidad de todos los cuerpos que fueron invitados. Algo en el resplandor del agua del canal le avisa del coste que producirá y de su repercusión. Ella misma lo ejemplifica sumergiendo un dedo en el agua para provocar ondas. A los cuarenta, la nostalgia ya no es sólo el esqueleto de esa premonición pasada. Tiene carne y un complejo sistema nervioso que no hace más que recordarle las oportunidades que quedaron atrás y que ya no podrán ser alcanzadas por mucho que estire el brazo. A lo largo del camino habrá amado, perdido y encontrado; pero esa clase de balances son intrascendentes en cualquier anuncio de colonia.

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