16/5/14

Resulta extraño ver a alguien dormido. Es y no es. Las cualidades que se le atribuyen despierto no están cuando permanece con los ojos cerrados. En esos momentos carece de lenguaje, la seña humana. Respira. De dentro llegan testimonios orgánicos. La máquina habla a su manera. El abdomen se expande y se contrae. Pero no está. No es ella ni es él. Habrá que esperar a que despierte para que vuelva. Mirar a la persona que quieres dormida puede parecer desconcertante. Podría ser como teatro. Un entreacto en el que una luna de cartón asciende al techo sujeta por unos hilos. Y tú sentado en un patio de butacas desierto, intuyendo todo lo que tras el telón cambia. Lo de la vida y el sueño suena cierto cuando observamos dormir a alguien. En su cabeza se sucede otra realidad en la que no estamos, o lo hacemos de forma inesperada, insuficiente para ser comprendida por nuestra razón. El mundo es de los que no duermen; pero la vida, tal y como merece ser entendida, es de los que duermen. Si amas a alguien debes contemplarle tumbado en la cama. No te tumbes a su lado. Deberías mirarle sentado o sentada. No te recuestes. La perspectiva lo es todo cuando debes crear un juicio privado de ese cuerpo que aparentemente no dice nada. Abre la ventana y deja que lo que quiera que traiga el anochecer entre en la habitación y siembre su escena. No hagas ruido. No interrumpas su sueño. Piensa que al mismo tiempo se están sacando otras conclusiones en la cabeza durmiente. Puede que salgas en ellas, entre las sombras, como una más, persiguiendo sus pasos que te llevan al país en el que crees que por fin entenderás todo.