18/5/14

Desde el momento en que alguien decide ser seguidor de un equipo de fútbol se vincula con esa entidad por medio de un contrato de representación no escrito. El aficionado es quien lo redacta según las carencias específicas de su personalidad. Las cláusulas recogen todos los aspectos que el club deberá tener en cuenta. Su amor propio, su orgullo, su identidad, su valentía, su coraje y su deseada grandeza pasarán a ser responsabilidad del equipo. Este deberá gestionarlos de forma óptima. O al menos deberá intentarlo, ya que ninguna letra pequeña habla de las responsabilidades de los futbolistas frente al incumplimiento o el mal uso de sus obligaciones. El aficionado, por su parte, se compromete a defender los colores de la entidad frente a los del resto, aunque también en este aspecto se le permiten tibiezas e inconsistencias que nunca le serán echadas en cara. La representación simbólica del individuo dentro de la masa ciudadana es el elemento clave en el acuerdo. Las victorias deportivas pasan a ser victorias personales: esta es la gran función social que ningún Estado ni ningún mecanismo de consumo han sido capaces de colmar hasta la fecha. Los grandes clubes, como toda empresa que opere en el sector del entretenimiento, son conscientes de la importancia de generar valores que atraigan al máximo número de clientes, personas que se presenten en las oficinas con sus contratos redactados a mano y con tachones, pero entregados emocionalmente a la causa comercial. El desencanto por la política, la deshumanización de la tecnología o el declive de la cultura como medio de expresión y conocimiento personales ayudan a que su labor sea cada vez más fácil. Los otros agentes del mercado han comprendido que deben aliarse con ellos para dinamizar sus ventas: mejor dicho, para sobrevivir. Todo lo que gire fuera del espectro del fútbol permanecerá en la indiferencia, en los oscuros campos de fuerza de la nada.