21/5/14

A Mireia le gustan las muestras de colonia que vienen en las revistas. A mí no me dicen nada las revistas pero me gusta sentarme con ella y ver cómo sus dedos despegan con cuidado el adhesivo para abrir el sobre y acercarse el papel impregnado a la nariz mientras aspira el perfume con los ojos cerrados. Todo esto no lo sabría de no ser por ella. Me pregunto qué sería de mi vida sin todo lo que me enseña, sin lo que la he visto hacer, unas veces a su lado y otras observándola de lejos para no molestar y que mi presencia pusiera en peligro la precisión del momento. Si la colonia le gusta mucho me la acerca a la nariz para que yo también participe de su fiesta. Debo cerrar los ojos y hacer que me ha fascinado, aunque por lo general me parezcan olores densos y demasiado ácidos. Mi lectura es rudimentaria. Sé que la suya atraviesa bosques con animales que nunca he visto y de cuya existencia ningún libro ha dado testimonio. Quizá lluevan pétalos o haya pájaros allí tan pequeños que podrían viajar alrededor de una gota de agua como el que circunvala un planeta. Mireia me ofrece entrar en su templo y me enseña a su manera lo que significa ser una mujer. Soy su alumno. Lo sabe y me trata con paciencia. Debo aprender mucho todavía. Siento que casi todo lo que sé lo tomé prestado, de oídas, contado por la boca banal de los opuestos y no por la ceremonia de la realidad. A veces voy en el tren y mis dedos siguen oliendo a ese lugar al que me quiso llevar de la mano.