23/5/14

En ningún sitio pone lo que debe durar un abrazo. Supongo que tenemos un cronómetro interior cuya alarma salta pasados los segundos en que el contacto físico se hace indeseado. He sido abrazado muchas veces por motivos laborales y no me he sentido cómodo. Solían ser abrazos oportunistas o embajadores de alianzas interesadas. Los causados por el alcohol, que no por el cariño, van inevitablemente acompañados de un ridículo balanceo pendular y palmadas en la espalda. Vistos desde fuera son los más patéticos, sin duda, aunque puedan volver a escena gracias a cualquier estertor de la memoria. Los privados son los únicos que llegan para quedarse. Cuando son recíprocos se crea una corriente eléctrica acogedora. Quizá sea la única disciplina emocional en la que se llega a sentir el cuerpo del otro como una extensión benévola del de uno mismo. Cuando abrazo a mis hijas siento que sus cuerpos son derivaciones mágicas del mío, espejos de carne cuya intención no es reflejar mi imagen exterior sino la otra. Cuando llego de trabajar compiten por ver cuál me abraza antes. Casi siempre gana Mireia, que está viendo la tele en el salón y no en su cuarto como Alba. Mireia abraza muy fuerte. La cojo en brazos y damos vueltas. Su mejilla contra la mía el tiempo suficiente para olvidar todo lo malo que me haya pasado. Los de Alba son quizá menos intensos, aunque muestran ya otros matices: una cierta delicadeza de expresión que por un lado me enorgullece pero por otra me deja la sombra de una tristeza irreparable: crece. Mi obligación es que no se note. Aparento que ese pensamiento nunca pasaría por allí para interrumpir el pulso que mantienen mis brazos contra su cuerpo en un intento de expresar lo que las palabras no pueden.