21/4/14

El Hermano Antonio entraba en medio de una clase y nos hablaba de las Misiones en Zaire. Era un buen narrador, atípico dentro de la congregación, y mucho mejor sin duda que el profesor de lengua española suplantado por su charla, que tenía que entretenerse esos diez minutos en contar nubes de marzo por la ventana. El Hermano Antonio tenía voz de arcángel obrero, ligeramente aflautada pero también con una base que parecía fabricada con cemento y olor a gasolina, aroma que le daba (para mí) el hecho de haber viajado a sitios tan lejanos y de los que apenas sabíamos nada. Era como leer a Walter Scott pero en versión española y postconciliar. Uno de esos días apareció con una guitarra metida en una funda de tela escocesa. Venía a despedirse porque regresaba a la actual República Democrática del Congo. No recuerdo sus palabras pero recuerdo que se me erizaron los pocos pelos que tenía en los brazos. Además de un gran narrador debía ser una gran persona. Cuando hablaba daban ganas de seguirle, de enrolarse con él en su aventura africana. Obviamente nunca mencionó al dictador Mobutu Sese Seko ni las numerosas atrocidades que cometería durante su mandato. Tampoco las hubiésemos entendido a aquella edad. Pero recordándolo ahora podría decir que parte de esos silencios durante sus charlas vendrían a tapar lo que habría visto y no nos contaba. Callar también forma parte del relato (ahora sí que lo sé). Ese día desapareció y nunca más volvimos a saber de él. Tras su partida se volvió a extender el manto editorial del colegio: libros edificantes de Michel Quoist para sofocar los tormentos de los primeros ardores adolescentes y mucho fútbol en el patio de las columnas. No sé por qué me ha llegado todo esto ahora, si porque el otro día encontré uno de esos libros por casa, El diario de Daniel, o porque de vez en cuando sentimos la necesidad de seguir creyendo en algo o en alguien.