21/4/14

Lo de que el capitán sea el último en abandonar el barco cuando se hunde suena hoy a polvorienta moral victoriana, a película de gente cenando con monóculo y hablando de cosas que nada tienen que ver con nuestra realidad. Las nuevas reglas animan a que el capitán sea el primero en abandonar la nave, después de él los hombres, luego las mujeres y por último (y si es posible) los niños. Aunque no debería extrañarnos que así sea. Nuestra cultura de la satisfacción instantánea y de la ausencia de la muerte nos obliga a saltar del barco a la mínima señal de peligro. Igual da que pasemos por encima de otros o que les empujemos o utilicemos sus cuerpos como puentes hacia la salvación. ¿No lo vemos a diario en tierra firme? La única heroicidad que parece quedarnos es la de no morir nunca. El consumo nos hace fugazmente inmortales. Las drogas también. El sexo. La tecnología. El escapismo intelectual de las emociones estéticas, ya sea en un plato de cuarenta euros como en un haiku. El mundo fabrica barcos monoplaza hechos de una poderosa aleación que les impide hundirse, siempre y cuando sólo viaje una persona. Lo demás está bien, pero pertenece a la literatura; algo recomendable cuando tienes el estómago lleno, los pies calientes y los cristales de las gafas limpios. Fuera de la línea trazada por ese círculo benefactor está el caos y no nos corresponde responsabilizarnos de él: para eso están los políticos o quien sea que nos lo cuente frente al sofá, en la intimidad de nuestros ruidos digestivos, con una voz adecuada que nos permita escuchar la fragua hogareña del corazón: esa que al cerrar los ojos sigue sonando como los pueblos que visitábamos en la infancia.