21/4/14

Me enfado más que antes. Y no me gusta. La mayoría de las veces conmigo mismo, que son los peores, los que más tardan en irse. Ojalá existiera un aparato para medir la carga real de un enfado. Veríamos que no llegaría nunca al diez por ciento del contenido de esa extraña vesícula biliar. El resto es rabia. La rabia es una manifestación infantil por todo lo que no podemos controlar. Cuando acepto que no puedo controlarlo todo me enfado menos, pero aceptarlo no es un acto automático: es necesario pasar por todas las provincias del infierno a lomos de un burro viejo. En cada una soy agasajado con los productos más típicos de su gastronomía local; después vienen los bailes, las tamborradas, los conjuros a la luna y los eructos, aunque no siempre en ese orden. Esta impresión folclórica del averno es absolutamente privada. No todos tienen por qué parecerse al que dibujó Dante. El mío lo construí a base de años e impaciencia. Tiene mi medida, de ahí su crueldad. Cuando lo diseñé me olvidé de marcar las salidas de emergencia. Gran error. Un sitio así debe contar al menos con una por piso. El mío es hermético y sólo se sale con la combinación arbitraria de ciertas palabras que he de adivinar a diario para que la bestia me olvide un rato. Supongo que enfadarse en una prueba más de que estamos vivos, de que nos retorcemos ante las adversidades. Soy el Sancho que escupe en su propio pan por las ridiculeces idealistas de su amo y todas las tonterías que me metió en la cabeza desde que empezamos a cabalgar juntos para llegar exactamente aquí.