23/4/14

Antes de que empezara a sonar el himno de la Champions la bandeja ya estaba colocada sobre la mesa. Una botella de cerveza de malta, un plato con jamón y otro más pequeño con cuatro triángulos de queso curado. Los jugadores esperaban en el túnel de vestuarios para saltar al campo. Dos hileras separadas por una reja de aluminio. Ella miró de refilón la pantalla y al ver la escena se preguntó por qué a su marido le gustaba tanto todo aquello. Luego le miró a él mientras dejaba sobre la mesa baja una copa de helado con dos hemisferios de melocotón en almíbar. Le vio indefenso, como un gato gordo que se dispone a presenciar una carrera de ratones. Pero a su manera quería a ese gato. El mismo que hace dos meses le cogió la mano en la habitación de la clínica cuando la subieron del quirófano. Todo ha ido bien, dijo el médico. Veremos cómo progresa. Qué fácil resultan las palabras cuando no te une ningún lazo a la mujer que intenta abrir los ojos en la cama: boca pastosa, piel demacrada, casi del azul de las luces que hacía una hora iluminaban su cuerpo dormido sobre la camilla. Cogió su mano y le apretó con fuerza los dedos, pero no dijo nada. Desde ese día, él decidió que las cosas fueran pasando al ritmo que ellas mismas quisieran. Siempre es una opción. También una defensa, antigua como el mundo. Quizá por eso, cuando le vio sentado e indefenso frente al televisor agradeció con cierta amargura que siguiera ahí y no le reprochó nada. Ni su silencio ni su hermetismo ni la aspereza con la que había decidido dejar pasar el tiempo. Cuando entra una enfermedad en casa acaba siendo de todos, incluso de su hija mayor que vivía en Seattle y con quien debía confesarse vía mail para confiarle las regiones más grandes de tu soledad. Justo cuando se dirigía a la cocina para apagar la luz empezó a sonar el himno y los jugadores saltaron al campo. Gracias a la cobardía sobrevivimos, pensó, por eso necesitamos reflejarnos siempre en el valor de los otros, en sus hazañas, en las vidas ajenas de los que parecen no tener enfermedades y casi dan la impresión fugaz de que la inmortalidad elija de vez en cuando a alguno de nosotros para sus experimentos. Todo eso es lo que le daba el fútbol a su marido. Eso y la posibilidad de esconderse durante noventa minutos del mundo y de ella y de las pruebas que había que recoger el jueves que viene en la consulta de la oncóloga, esa chica tan simpática que también le cogía siempre las manos y le apretaba los dedos con fuerza cuando hacía falta.