22/4/14

Van juntos en el tren. Pongamos que tienen veintiséis años. Llegan a la estación y cruzan un trozo de monte para llegar a su trabajo. Hay días en que los árboles son un bosque encantado. Ella tiene unas piernas bonitas. Él camina a su lado intentando que no se note que a medio camino se arrodillaría para besarlas. Ninguno sabe qué será de sus vidas dentro de veinte años. No existen esas dos palabras juntas. No hay carteles informativos que adviertan de tal peligro. Hay días que él lleva la comida de casa. No es uno de esos maletines negros que mantienen el calor con su capa aislante, tarteras a medida y un espacio para los cubiertos. Es una bolsa de plástico gastada que se columpia en el aire con su paso. Los días que hace sol caminan un poco más despacio. Ella no sabe que dentro de su corazón hay un papel doblado, aunque sabe lo que hay escrito. Él no sabe lo que hay escrito pero conoce la existencia de ese papel. Un día soñó que abría una puerta y se metía dentro. Olía a chicle y se escuchaba una música que parecía venir de muy lejos. Sobre un almohadón dorado estaba el papel, pero no encontraba fuerzas para cogerlo. ¿Y si no fuera su nombre el que estaba allí escrito? ¿Y si lo fuera? Por la mañana se despertó inquieto y cogió el tren. Ella le esperaba en el segundo vagón, como siempre. ¿Qué te pasa? Nada, tuve un sueño y me desperté raro. Ella sonrió desviando la vista hacia los polígonos industriales que iban pasando y después a los adosados que se repetían idénticos hasta que el propio paisaje se hastiaba y comenzaba a ofrecer con desgana tapias con grafitis y arbustos arruinados por el viento. El sol que entraba por la ventanilla en ese momento hizo que el almohadón dorado brillase un poco más, lo justo para que sólo ella lo notase.