1/3/14

Pertenencia es una palabra imaginaria. ¿De que vale algo que nació para no ser compartido? Mis pertenencias. Las líneas aéreas lo usan para nombrar los objetos que te acompañan. No lo entiendo, tantos años y sigo sin saber. Mis hijas no son mías. Ni mi mujer. La casa y los objetos que la llenan no alcanzan el valor de ser considerados como tales. Ladrillos y cables que me pertenecen según un papel. ¿Qué hago con ellos? Aquí sentado los observo. Ninguno abre un libro y me lee a Gil de Biedma. ¿La lluvia que ahora cae pertenece a quienes la escuchan? El aire. La noticia de que sea sábado. Mi abdomen hinchándose, avanzando y retrocediendo, como queriendo acunar al ordenador que descansa sobre mis rodillas. Cosas que se mueven pero que tampoco son mías. Pertenecer a una generación. Al trozo de tierra que otros dibujaron. A una forma de arrodillarse. A las palabras. No quiero nada, gracias. Ni a mí. Prefiero estar alquilado en un cuerpo que miro con extrañeza. Caminar un metro por detrás de él y dejar que haga sus fotos y se asombre mientras yo bostezo a su sombra. Pero que no me lleve a ver catedrales. Ni a coloquios. Me niego a acariciar perros, por mucho que sea un alarde humano. El tiempo tampoco figura en mi lista de posesiones. Los hombres que llevan reloj creen que es suyo y lo miran como si fuese un bicho amaestrado que se puede atusar con la yema de un dedo. Pues bien por ellos. La felicidad utiliza subjuntivos para tentarnos: no da nada por sentado. Quizá sea la más lista de nosotros.