14/3/14

Me desperté a las dos de la mañana diciendo: la casa está llena de ratas, la casa está llena de ratas. Salté de la cama y fui hacia el salón. En el pasillo sentí unas manos en el brazo que me paraban. Era Nuria intentando tranquilizarme. Ya había salido de la pesadilla pero continuaba diciendo que la casa estaba llena de ratas. No lo decía angustiado ni con miedo. Lo decía resignado. Con una resignación difícil de definir, como casi todo lo que pertenece a los sueños y que en la vida consciente es recordado a trozos y siempre como parte de algo que vivió otro, algo que nos contaron o que escuchamos tras una puerta pero que nunca llegó a ser del todo nuestro. Volví a meterme en la cama y me dormí. Ya no hubo más rastro de la invasión. He pasado gran parte del día intentando definir ese sentimiento. Imaginaba una ciudad que de pronto se hunde en el mar. Imaginaba el agua tragándose los parques, las calles, los edificios, pero haciéndolo calmada, casi consentida por alguien que pactó con ella para que así sucediera. No había personas. Sólo yo. El nivel iba subiendo. A medida que lo hacía no me sentía ni mejor ni peor. Era algo que estaba pasando. Nadie se asombra de la rotación de la Tierra ni que esto origine cambios de luz y la ocultación transitoria del planeta sobre el que rotamos. Todo era natural. Así me sentía en el sueño. Sin embargo sufría. Las ratas eran la evidencia de algo quizá anunciado. Por eso no me desperté moviendo los pies para espantarlas ni procuré subirme a una silla, como pasa en los dibujos animados antiguos cuando la cocinera negra a la que nunca vemos el rostro grita ante la presencia de un ratón en su cocina. Todo era más real, tanto como muchas de las cosas sobre las que no tenemos control en la vida.