4/3/14

La rutina de los amantes que ven el mundo tras la ventana de un hotel y a veces querrían vestirse para siempre y no mirar atrás, nada de adiós, sólo cerrar la puerta y jugar a nunca te vi ni mi carne se confundió con la tuya ni juramos nada. Una bandeja en el suelo con un sándwich mordido bajo una servilleta. Las camareras que pasan la aspiradora tras la verja del paraíso: estatuas de la casualidad que mueven los brazos para que no queden pruebas de nada. No existió este tiempo ni tus pasos caminaron por aquí, yendo o viniendo con una tarjeta en la mano, temblando de ansia por llegar a mí desnuda, desnudo, esperándote, libres, aislados en una cárcel pactada, la penumbra, tu forma nueva de decir mi nombre y luego las manos que corren exiliadas de la tierra de la ceguera y vienen a mi América inventada para ti, tus soldados rendidos amontonando sus fusiles, tu lengua es mía hasta las cuatro, después volveremos a los orgasmos afónicos, amor, nuestra otra desdicha. Luego se tumban y el humo del tabaco les lleva a Escocia en una casa de piedra que tenga ventanas de verdad que no haya que abandonar a media tarde. Pero vayámonos. Que se vayan, dice el silencio. Me pongo un pendiente desnuda. Busco el otro. Tu mirada me recorre como las mulas que se llevan al toro muerto de la plaza. Un rastro de sangre en la arena, la felicidad vista mientras se aleja, esa soy yo. Se acabó la fiesta. La pirotecnia de la entrega, pero con la esfera del reloj en el rabillo del ojo. Qué esperar de un deseo que suena a música de ascensor. La camarera recoge el cable del aspirador y pone cara de bueno, es la vida, cada día son los mismos aunque usen ropa distinta. Unas bragas rotas en el baño, la servilleta que cubría de silencio la comida intacta, los coches fuera, la luz que pone cara de morirse de asco. La historia de todos los amantes y la vida de prismáticos invertidos que se ve desde sus ventanas.