4/3/14

A medida que vas cumpliendo años va disminuyendo la preocupación por el futuro. Pido disculpas por empezar con una obviedad tan grande. Aunque quizá no lo sea si pensamos en la cantidad de gente que a pesar de la edad sigue sin saber cómo se disfruta su ahora, ese pez tan escurridizo al principio pero cuyas escamas al secarse te permiten agarrarlo un día y decir: mira qué bien. Cuando comprendemos que nuestra existencia es finita podemos tomar dos grandes decisiones. A: volvernos locos y querer retroceder en una escaramuza infantil para huir de lo implacable. Supongo que en el adn de ese intento vive la rabia propia de sabernos parte de un drama que no pedimos. Vistos desde fuera, los adeptos de esta corriente parecen niños subiendo por una escalera mecánica que baja, aunque esas escaleras muchas veces se conviertan en coches descapotables, tintes de pelo, cirugía estética o nuevas parejas que tengan veinte años menos que ellos. Opción B: observar el camino en perspectiva y decidir amar cada metro que recorramos a partir de ese instante. Creo que esta última se ajusta más a mi forma de ver las cosas. Luego está el cómo: la dignidad y la plástica con las que se lleve a cabo la hazaña. Prefiero la elegancia discreta. Soy de los que no les hace falta pegar post-it en la nevera con la palabra vivir encerrada entre seis signos de admiración para recordar el sentido de mi presencia en este planeta. Ni echar mano de Coelho o cualquiera de sus secuaces para que me expliquen el sentido de la vida. Afortunadamente tengo mi propia galería de dioses menores que no se ofenden si no les rezo, e incluso me animan cada día a que me olvide de ellos y me centre en lo importante.