16/3/14

Imagina un centro comercial lleno de gente que lleva un micrófono en la mano. Caminan absortos y hablan. Sus palabras se mezclan por la megafonía interna creando una extraña letanía, algo que, escuchado por un alienígena, podría ser entendido como una estrategia en el cortejo erótico o un intento de búsqueda del más allá, con o sin dios dentro. Cada uno de los paseantes del centro cuenta sus intimidades mezcladas con asuntos prosaicos que su intención eleva a otra categoría. Mi madre cumplió años ayer. Se me ha estropeado el móvil. Mañana montaré en bicicleta. Ayer cené fuera. Me sigue doliendo el pie. Fíjate cómo llovía cuando tomé esta foto. Lo cierto es que nadie mira a nadie. A nadie parece interesarle el discurso que sale por los altavoces, que no de las bocas, cuyo movimiento pasa desapercibido de la consideración general y hasta casi considerado de mal gusto. Todos los mensajes se van acumulando en unas pantallas holográficas que acompañan a los paseantes. Cuando a alguien le gusta lo que ha dicho otra persona pasa su dedo por encima en señal de conformidad. A veces, el simple roce entre unos y otros al cruzarse provoca que esta acción se produzca de forma automática. El propio roce de los cuerpos consigue una interacción social, bienintencionada y mínima, pero equiparable al antiguo contacto humano. La aleatoria barre para casa ayudando a que el mundo siga. A partir de las ocho la gente se va retirando. Los pasillos se despejan, pero se queda en el aire el recuerdo de la densidad de sus presencias que, por un momento, jugaron a ser una comunidad, un grupo afín y convencido de que su unión lo cambiaría todo. A eso de las diez ya no queda casi nadie. Son los mejores momentos. La megafonía suena más nítida sin el apelotonamiento de voces apiladas unas encima de otras. El eco de los pasos de una mujer se mezcla con sus palabras y resuena por todas partes. Son los minutos más humanos. En abril iré a verte. Mira qué bonito se veía el río desde casa. Que pases buena noche. Hasta mañana.