17/3/14

Desde que Dios se fue a vivir a un centro comercial la Iglesia está desconcertada. El anciano que usa esos gorros tan altos que acaban en pico no sabe qué hacer. Le escribe cartas coloquiales en las que le insta a regresar a su sitio. Utiliza argentinismos deliciosos que salpica sin querer en su italiano pontificio. Aunque hay que reconocer que escribirle cartas a Dios nunca fue fácil. Cuando vivía allí mismo, adherido como un vulgar imitador de Spiderman a la cúpula de la basílica, otros ancianos de gorro picudo le escribían textos que después doblaban en muchos pliegues para que una paloma se los diese en mano. Los bichos revoloteaban agradeciendo la luz polvorienta que se colaba por las dieciséis ventanas que coronan el templo. Después, ante la indiferencia divina, se desplomaban al suelo exhaustas y con la carta intacta, sujeta por una delicada gargantilla de zafiros. En los centros comerciales, en cambio, suenan canciones fáciles de escuchar y nadie te molesta con cartitas. A Dios le gusta pasar el rato con la transustación. Convertirse, por ejemplo, en un smartphone caro y que muchas manos le toquen. A eso se debían referir cuando hablaban de las huellas del hombre. ¿Cuándo estuvo más cerca de su obra? Habrá quien vea en estas tácticas una rendición o una dejación de funciones provocada por el hartazgo de la eternidad. Puede que sí. O depende. Lo cierto es que los ancianos consecutivos que se han ido encargando de perpetuar la correspondencia nunca lo entenderán. Buscadle en la tiendas, deberían decirnos, en los desfiles de las luces de los rascacielos, en las relucientes frutas tropicales de los escaparates, en los cupones descuento de las hamburgueserías, en los paisajes imposibles que nos ofrecen las pantallas de retina, cuya densidad de píxeles es tan elevada que el ojo humano se siente ante un banquete irrenunciable. Ahí está. Mirad cómo gira despacio en los salones del automóvil mientras la mano de una azafata de veinte años le acaricia. Y ahora os pregunto, fieles del mundo, almas necesitadas de autoridad, ¿cuántos de vosotros desearíais estar suspendidos en una cúpula que huele a viejo pudiendo disfrutar de una vida así?