10/3/14

Ha pasado el tiempo y sigo siendo el niño de cera que permanece en lo alto de un columpio oxidado de color verde en el patio del colegio San Diego y San Vicente de Paúl. El paso del tiempo sólo me ha dejado fotos que alguien me sacó por curiosidad. Mira, un niño de cera, decían. La luz me atravesaba de una forma anómala, según ellos. Era una prueba de lo extraordinario. En estos años he visto excavadoras que venían a construir edificios en los trozos de patio que las monjas iban vendiendo para sobrevivir. Las máquinas retaban mi fragilidad. Cualquiera de esas bocas dentadas habría supuesto mi fin. Pero nadie repara en un muñeco de cera en lo alto de un columpio con forma de planeta. Los obreros bebían vino en los descansos, tumbados en la tierra, cantando canciones entre dientes, coplas obscenas que las monjas fingían no escuchar. Sólo querían el dinero para que los pasillos siguiesen oliendo a sopa. Lo demás era un trámite, el camino oscuro por el que llegar a una santidad barnizada por la gracia. Mi relación con el mundo es escasa. La torpeza de mi anatomía me obliga a permanecer quieto. Por las mañanas el sol me mira como si nada. Puesto a su lado sería un mosquito en combustión permanente. Mi cuerpo es de cera. Las monjas me sueñan con una llama en la cabeza, presidiendo sus cánticos del amanecer. Sor Margarita sigue siendo la mejor. Todavía me regala abecedarios. La primera vez me dijo: toma, esta es tu lengua, y me dio una bolsa llena de letras de tela que servían de babero. A veces me las pongo cuando hace frío para recordar que soy un producto de ellas. Abrigan y hacen compañía. ¿De cuánto de lo que conozco se podría decir lo mismo?