17/2/14

Ya sean propios o ajenos, acostumbramos a fijar los momentos felices en un espacio a prueba de caídas, amnesias o lejos de la simple fricción del tiempo, que es la que al final más erosiona lo que una vez nos contaron o sentimos. Si un amigo, al que ya no vemos con frecuencia, nos reveló un día un momento de plenitud cuando volvía de comer fuera de Madrid en coche y pudo sentir que era parte del paisaje que atravesaba, esa sensación nos pertenecerá desde el momento en que pronunció esas palabras para nosotros. Ya nunca olvidaremos cómo escaló su historia y cómo nos fuimos metiendo en ella hasta situarnos en su misma posición de copiloto para contemplar el color exacto del pelo de la mujer que conducía. Nos dijo que al día siguiente cogería un avión a Milán donde comenzaría una nueva vida. ¿Sería consciente de que le acompañaríamos, de que ese viaje ya nunca podría hacerlo solo después de que en una esquina imaginaria de su relato nos animara a preparar el equipaje también? La densidad de la luz de aquella tarde, el olor de los pinos y de los prados amarillentos de final de verano se mezclarían para crear un universo propio. La generosidad de su confesión tendería un hilo por el que nos adentraríamos en ese espacio vedado. Creemos que los paraísos son lugares soñados en los que la mitología de cada uno obra en consecuencia y libertad hasta el paroxismo; una visión comercial generada por esa constante necesidad de escape en la que parecen querer encasillarnos. Pero muchas veces, ni su existencia está en función de su lejanía ni nuestra mente debe poner mucho empeño para crearlos. Todos hemos viajado alguna vez en ese coche, o lo seguimos haciendo todavía, y al cerrar los ojos sentimos el dulce y caótico baile de la vida tratando de decirnos algo.