24/2/14

Sería más fácil si existiera un lugar físico al que poder ir con flores y guardar silencio ante una tumba con las manos enlazadas. El cementerio de las amistades muertas (que no de los amigos, puesto que ellos siguen con vida aunque fuera de alcance) tendría jardines con bancos en los que poder sentarse a pensar qué pasó y quién fue el culpable. La función de los cementerios es esa: honrar la memoria. Al menos esa es la oficial. Luego siempre hay otras mucho más infantiles como la de hacernos creer que siguen físicamente allí, que no se han acabado de ir: simplemente descansan haciendo cola en la pista de despegue hacia la nada. Muchas veces pienso en mis amistades muertas e intento reconstruir los hechos de cada caso: una espalda que se aleja de noche por la acera de La Croisette de Cannes, un dedo que se posa en la ventana de eliminar contacto, una frase autoinculpatoria dicha con demasiadas copas y nula convicción que intentaba dejarme al margen del problema, "soy yo, hice daño a mucha gente y necesito tiempo para solucionarlo." Y luego las más dolorosas, las que no acabamos nunca de comprender ni emitieron avisos o señales de que sucederían. Pero funciona así. Nos vamos. Se van. Los hilos se rompen. Los espacios destinados a la pervivencia de eso que no sabemos nombrar se quedan sin aire y todo lo que un día guardamos dentro se pudre. Fin. Pero sería un poco más fácil con la existencia de ese lugar: el cementerio de las amistades muertas, que debería incluir banda de música que acepta peticiones, mástil con bandera imaginaria, sala multimedia para proyectar fotografías gigantes del finado y una tienda de recuerdos justo a la salida en la que comprar una camiseta que ponga: yo también soy o seré el muerto de alguien.