24/2/14

Nos pasamos la vida educando al lobo. Le sujetamos la cabeza cuando se resiste a ver películas morales e incluso le corregimos maternalmente la forma de coger la pala del pescado. Pero lo hacemos por miedo, no por educación. Nos enseñaron que hay que ponerle pelucas, que en los ascensores no debe mirar a nadie, que si quiere llegar a algo en la vida tiene que madrugar. Según tenemos entendido la perfección consiste en que llegue el día en que no parezca un lobo sino uno de esos hombres que llevan jerséis por los hombros y pasean despacio. Ese descubrimiento suele ocurrir frente a un espejo mientras se rocía de aftershave y sin querer silba una canción de un anuncio. El lobo sufre. El lobo no entiende de victimismos, ni nació para temer a la muerte, ni quiere ser parte de una audiencia, ni es feliz retuiteando basura que otros dejaron tirada cerca de su sillón. El lobo quiere carne. Su conocimiento del mundo se limita a una frase que aprendió antes de nacer: desear es inventar. Su invención del mundo pasa por la soledad en la que recrea la docilidad exacta que deben mostrar sus víctimas y la visión de su entrega con ojos entornados. ¿Qué otro deseo existe? El lobo quiere destrozar arterias vitales, cortar la vida, refrescar su dentadura con hemorragias ajenas que fluyan como las Variaciones Goldberg tocadas con una venda en los ojos mientras alguien te apunta con una pistola. Amas ese momento porque sabes que cuando dejes de tocar morirás.