24/2/14

Desde que suceden las cosas hasta que dibujan una sonrisa condescendiente en nuestro rostro acostumbran a pasar muchos años. La distancia entre esos dos puntos se conoce como experiencia. La mayoría de las veces, ese comprimido de información vital no sirve para nada. Ni para nosotros ni para los que obligamos cortésmente a que nos escuchen esperando que les valga ese abrigo hecho de retazos, mal cortado y expuesto en un escaparate desproporcionado que a los demás les hará reír. La poca distancia que tomamos con nuestra vida nos impide darnos cuenta de que el pasado acaba produciendo risa casi siempre. Sería bueno venir al mundo sabiéndolo. Nos evitaría confesiones absurdas y batallitas junto al fuego en las que abunda impúdicamente la palabra yo. Asistimos a las vidas ajenas sentados en sillas plegables esperando que salgan los payasos que se tiran tartas a la cara y se tropiezan unos con otros. Bajo esa carpa obtenemos un placer oscuro y necesario. Gracias a la experiencia ajena nos hacemos fuertes en nuestras convicciones. Yo no seré como tú. No caeré en lo mismo. Seré más listo. Pero llegado el caso procedemos igual que ellos porque la debilidad es uno de los vínculos más humanos. De la debilidad nacen alimentos básicos como la compasión, la amistad o el amor. Podemos soportarnos porque nos reconocemos en las limitaciones de los demás. Pero no en su experiencia: remolino privado de colillas, envases y hojas secas con las que juega el viento hasta irritarnos.