4/2/14

No saber el día en que te irás es una ventaja. Así se inutilizan los mecanismos de homenaje y despedida previos. De lo contrario, el mundo sería un enorme altar repleto de exvotos, velas y poemas malos, una exequia multitudinaria compuesta de todas las honras fúnebres realizadas aún en vida y con los premuertos de cuerpo presente mezclados entre los hinchables de las marcas de refrescos que no querrían perderse nada y los vendedores de globos negros que se harían paso entre la gente con sus monedas roñosas en la mano. ¿Quién trabajaría? ¿Quién se entregaría a otros entretenimientos sabiendo que con asomarse a la ventana tienes el espectáculo del dolor en vivo? Lo mejor de la muerte es la sorpresa. Su camino de puntillas que posa una mano en tu hombro sin avisar. ¿Yo? Sí, tú. La naturaleza apoya al sentido común o a esa incierta sostenibilidad emocional que nos preserva del tedio de asistir a la muerte de todos como si fuesen eventos señalados a la fuerza en una agenda. O lo que es peor, a la propia, y convertirnos así en esperadores nerviosos de un desenlace que sería dramatizado y distorsionado hasta lo ridículo. La muerte nos deja hacer. Quizá le guste (perdón por la manía de personificar) sentarse a distancia prudencial mientras construimos nuestros rascacielos de arena que después miramos satisfechos pensando que la posteridad sea el huevo de un ave trémula que tiene su nido en otro mundo. Nos deja hacer, sí. Sentada, mientras nos observa, por un momento puede que sienta lástima de formar parte de la cadena y no disponer de la libertad de plegar su silla y desaparecer sin que nadie se dé cuenta.