4/2/14

Lo único que conozco de él es su espalda y que fuma. Esto último nos une a pesar de la distancia que separa mi tendedero de la ventana de su despacho. Llevo siete años fumando allí a horas muy distintas, dependiendo de si yo también trabajaba en casa o fuera, de si recorría el pasillo en pijama intentando descubrir quién era o al menos para saber por qué me encontraba allí, como uno de esos reyes hechizados que creen que una bandada de pájaros se llevaron volando su palacio mientras dormía. Las mañanas que estaba en casa el tiempo pasaba muy despacio. Abría la ventana del tendedero y fumaba. Allí estaba él frente a su ordenador. En verano le he escuchado algunas veces hablar en inglés con alguien, intentando hacerse entender con movimientos de manos que sólo le sirven a él y no aportan nada a eficacia del lenguaje. Pero los hacía y quizá le ayudase a no estar tan solo en esa habitación que convirtió en despacho nada más mudarse. A veces veo unas botas de montar sucias por las rendijas de su tendedero. Debe hacerlo por la noche, en algún hipódromo desierto que enciende sus focos sólo para él. No sé qué pensará a lomos de su caballo. Quizá todo se resuma en vaciar la rabia por las horas que está colgado del teléfono o enviando correos a hombres que también montan a caballo en hipódromos desiertos intentando dar esquinazo a lo que sienten. A veces no somos capaces de hacer otra cosa. Cuando lo he imaginado subido a un caballo aparecía también de espaldas. Veía su brazo subiendo y bajando mientras su mano sujetaba una fusta. Yo estaba detrás. Quería acercarme pero no podía. En el momento de gritar su nombre me daba cuenta que no lo sabía y también de lo ridículo que es gritarle a una espalda. Al alejarse, las briznas de hierba que levantaban los cascos del caballo volaban a cámara lenta hasta la línea de horizonte que separaba el verde más intenso del azul más oscuro.