25/2/14

Lo asesinos no llevan un cartel informativo que les delate, ni chalecos reflectantes para ser vistos a distancia y que los demás puedan escapar de ellos y salvar así la vida. Nadie sabe nada de nadie. La prueba está en las declaraciones que hacen los vecinos del que mató a sus hijos o a su padre o se lió a tiros con otro vecino y la sangre acabó chorreando por el descansillo, incluso pisada por él mismo en su tranquilo camino de vuelta a su piso en el que acabaría cerrando la puerta tras de sí y entrando en la cocina a acabar el trozo de tostada que se quedó a medias cuando sintió la llamada y abrió un armario y a tientas sintió el frío del arma y ese grito en su cabeza que le decía: ahora, es ahora. Por eso nadie se atreve a mirar en el fondo de la mirada de nadie, por miedo a encontrarse al desconocido que sonríe mientras nos apunta o interpone un cuchillo entre ambos o tensa los músculos de las manos con las que nos cortará la respiración. Quizá por eso, por el desconocimiento forzado que tenemos de los demás, la anciana que me ha visto este mediodía pasar, por puro aburrimiento, el dedo por el filo de un hacha, en la sección de bricolaje del supermercado que hay al lado de mi trabajo, ha sentido ese escalofrío. Pensaría que si le cortaba la cabeza en ese instante, mientras sonaba una canción tan impropia para morir (aunque cuál no lo es) no le daría tiempo a dejar el pack de diez perchas que llevaba encima para no acabar con ellas en las manos mientras su cuerpo caía hacia un lado y su cabeza rebotaba sin querer en una sartén colgada del expositor, actuando así como una macabra raqueta de tenis que la llevara fuera de la pista, hacia lo oscuro, lejos para siempre de donde transcurre el juego de este mundo.