10/2/14

Entre toda la gran colección de cosas absurdas que se pueden hacer, situaría en los primeros puestos la de ver cómo despega un avión en el que tú no vas a volar. Y me da igual que se trate de una avioneta o del Concorde, como fue el caso un viernes por la tarde de 1979 en el Aeropuerto de Barajas. El padre de mi amigo M se empeñó en que nos haría gracia verlo y por eso nos llevó a su hijo y a mí a la terraza de la antigua terminal central en la que había otros tantos curiosos que no hacían más que mirar al cielo por si acaso el avión de nombre francés se le ocurriese despegar de incógnito en vertical, súbitamente, y se lo fuesen a perder. Muchos sábados por la mañana quedaba con M para ir a ver tiendas de maquetas. Estábamos en esa última fase de la infancia en la que un día te gusta una chica y al siguiente te sigue gustando estar ante las piezas de un Spitfire mientras una mano sujeta el fuselaje y la otra pasa la punta del pincel sobre una isla de camuflaje verde. Supongo que ambas aficiones estaban conectadas por contrarias que parezcan. La incertidumbre de los sentimientos era compensada con la lógica minuciosa del modelismo que te abstraía en un mundo irreal, miniaturizado y falso, en el que sentías que nada te podía hacer daño. Pero que nos gustara hacerlo, que disfrutáramos como buenos solitarios con el montaje de esos modelos a escala no significaba que encontrásemos el mismo placer permaneciendo en una azotea a la espera de que un avión de verdad despegase. M y yo éramos amigos porque a ninguno nos gustaba mucho hablar. Compartíamos pocos secretos, los justos para que solidificase una amistad no muy exigente. Bastaba con la leyenda de la pila de revistas pornográficas que su padre ocultaba en algún lugar de la casa para fomentar nuestra unión y el interés por que llegase el día en que pudiésemos buscarlas. Vivimos de utopías. Son tan necesarias como las sopas de sobre, y el día que te quedas sin ellas lo notas. Pero las revistas nunca aparecieron. Pasaron los años y los aviones ingleses fueron cogiendo polvo en los estantes de mi cuarto. La madre de M murió de cáncer y al año siguiente a su padre le tocó la lotería. Un amigo común me dijo años después que M se había convertido en piloto militar, el capitán M pilotaría un caza y quizá iría en uno de esos aparatos que perforan todos los años las nubes del otoño de Madrid ensayando el desfile de las Fuerzas Armadas. Todos los 12 de octubre pienso unas décimas de segundo en él, justo lo que tarda el ruido de las turbinas a reacción en desaparecer por alguna esquina del cielo.