21/1/14

Siempre que compro un ordenador nuevo me pregunto si allí dentro estará lo que quiero escribir. El pensamiento naif no sirve para nada, pero hace compañía. Es una mascota a la que no hay que sacar a pasear ni pide más pan que las migas que tú mismo te lanzas al aire. En la tienda no me fijo en las especificaciones: me aburren. Sólo intento saber si con esa máquina seré capaz de llegar a donde quiero. La ceremonia consiste en posar los dedos en el teclado. Ya está. En ese momento, el dependiente que tengo al lado intentando convencerme desaparece. Me quedo solo con la supuesta electricidad. Miro a la mascota. Si asiente lo compro. Al llegar a casa lo enciendo y cumplo aturdido con los protocolos hasta que por fin se abre una página en blanco. Bien, ya estamos frente a frente y es la hora de la verdad. Un ordenador nuevo debería suponer una nueva forma de escribir, dice mi ridículo perro imaginario. Debería, debería, le respondo. Acabada la conversación desaparece y me vuelvo a quedar solo. La máquina hace de máquina y yo de pasajero. Las palabras comienzan a aparecer de izquierda a derecha, como siempre, en la misma dirección que se supone que fluye el tiempo. Lo que escribo se va convirtiendo en pasado, en piedra, en alambre, en bosque abstracto de signos que después alguien interpretará. Mientras avanzo se reproducen las plantas carnívoras y erupcionan los volcanes que alguien escondió hace millones de años dentro de mis huesos.