31/1/14

Resulta terrible depender de un olor ya descatalogado para saber quién eres, o al menos para dar un puñetaño imaginario sobre tu identidad y que en esa señal advierta tu determinación por demostrar quién manda. Sólo sé que pertenecía a una casa de campo que podría encontrarse a unos cien kilómetros al suroeste de Madrid, aunque tampoco lo podría asegurar ni pienso extender un mapa que rastrear con la punta de mi dedo. Ese olor permanece cautivo y va asociado a mi cuerpo de once o doce años subiendo una escalera estrecha de peldaños de madera pintados de blanco. La casa estaba rodeada de flores. La dueña era la madre de una compañera de trabajo de mi padre. Puedo ver sus manos, delicadas y huesudas, llenas de venas azuladas y con esas islas de pecas oscuras que aparecen con la edad, unas manos que ya no existen aunque me guste imaginarlas enlazadas sobre su pecho mientras escribo esto. Desde aquella visita busco ese olor en otras casas sin conseguirlo. Subiendo la escalera, mientras los adultos conversaban, pude apreciar toda la gama de eso que estaba en el aire y que aquel día se me ofreció como una obra completa y comprimida a cada paso que daba hacia el piso de arriba. Recuerdo que me senté al llegar al último escalón. Me quedé allí muy quieto temblando y sin ganas de que acabase el trayecto, pensando que realmente fuesen las escaleras que años más tarde me intentaron explicar algo en una canción. Hay una dama que asegura que todo lo que brilla es oro, por eso compra una escalera para ir al cielo. Quién la tuviera ahora para hacer como aquella mujer que con una palabra podía conseguir lo que había venido a buscar. And it makes me wonder.