7/1/14

Recuerdo cuando las marcas servían para dar seguridad. Te comprabas un traje caro y parecía que te fueras a comer el mundo. Hoy España lleva puesto un traje de Zara. Cuando levantamos los brazos parece que se vaya a romper. Quizá por eso no los levantamos mucho. Da para lo que da. Con volver a casa con el traje entero nos conformamos. Cuando nos cruzamos en el Metro con Alemania no podemos evitar esa mirada de envidia. Qué cabrón, ojalá pudiera comprarme yo esos trajes. Cuando España toma café con Italia siempre acaba cayendo en la nostalgia: yo fui, yo estuve, yo gané. Italia, que aunque tampoco pasa por sus mejores días siempre ha tenido mejor estilo que nosotros, nos dice para consolarnos: Zara mola porque es el milagro español, no te quejes tanto, peor sería que fueras vestido de H&M. Pero ese tipo de consuelos no suelen funcionar con nosotros. Al llegar a casa, España se quita el traje. Se acerca las solapas de la chaqueta a la nariz y se da cuenta de que huele a fritanga y que hay un botón que está a punto de caerse. Pero como es España, piensa para sí misma: bueno, no pasa nada, de peores hemos salido. Después se acuesta con la radio debajo de la almohada y se queda dormida con la esperanza de que al día siguiente alguien le diga que todo fue un mal sueño, una broma de esas con cámara oculta en la que una azafata te acaba dando un ramo de flores. Al poco rato, Portugal le da un codazo y le dice: deja de roncar.