8/1/14

Me caí de una torre.
Ya no sé si caí solo o me empujaron, aunque da igual.
El caso es que al llegar al suelo supe quién era por fin.

La torre no tenía gárgolas ni trifolios,
tampoco columnas con hojas de acanto
que me enseñasen nada de la belleza.

Era de un cristal soso, nacido como carne de catálogo.

Cuando iba por el aire no pensaba en nada.
La vida no pasó ni corta ni rápida. Tampoco imaginaba
que el camino empezaría allí: el descenso, la sumisión
de la que hablaba Newton para todos los cuerpos.

Uno cambia en el camino.
Resultaría literario hacerlo quieto, muy poco creíble.

Debe ser que la vida se conjuga en gerundio:
cayendo, llegando, esperando.

Ya no recuerdo cuándo fue.
No hace falta que tomes esto como un diario:
podría mentir para darme importancia
o para poner a prueba la elasticidad de tu alma
o tu compasión -quién sabe- con los caídos de torres
construidas con el cemento que cagan las máquinas.

Muchas gracias a esa mano, o a mi empeño,
o a la pura casualidad.