7/1/14

Cuando escribo poesía mi mujer dice que escribo cosas muy raras. Me lo dice por la noche, en la cama, justo cuando la luz de su teléfono, a unos veinte centímetros de su cara, es la única luz de la casa (no cuento la de la luna ni el alumbrado de la urbanización, ambas escapan a mi voluntad) Yo intento quitarle importancia, como si me hubiese picado un mosquito o fregando una copa que tenía una muesca en el borde me hubiese hecho un corte del que apenas brotó una gota de sangre. Las veces que no se conforma con mi evasiva acabo diciéndole que soy dos. Uno de ellos escribe esas cosas tan raras. Los dos vivimos en la misma casa, tenemos las mismas hijas y estamos casados con la misma mujer. Pero prefiero que sea el otro. No caigo en la pedantería de decirle que es mi yo poético: hay cosas que no se pueden decir en la cama y después hacer como que no ha pasado nada. Una cursilería así haría que las sábanas de pronto se bordasen solas, que se plagasen de caligrafías y arabescos, o qué sé yo, que se formase el rostro de Neruda con gorrita de marinero y que hubiera que convivir con él el resto de la noche. Echarle la culpa a otro siempre funciona. No soy yo. El que escribe esas cosas no se acuesta contigo ni usa mis pijamas. Saber que es otro la tranquiliza. A los pocos segundos se queda dormida, casi antes de que la luz de la pantalla de su iphone se desvanezca anunciando oficialmente que se ha acabado el día. Su facilidad para el sueño es algo que siempre me ha dado mucha envidia.