18/1/14

No me gusta leer lo que escribo. Desde el momento en que las palabras pasan a esa luz blanca que hace las veces del papel se convierten en excrementos. Los médicos de los emperadores los examinaban al detalle, pero yo no entro en ninguna de esas dos categorías. Por lo tanto lo dejo correr, lo dejo estar. Tampoco hay que obsesionarse. Las palabras hacen lo que tienen que hacer: quedarse quietas para que las miren, pasar de un dueño a otro, resbalar, confundirse, tropezar, crear artefactos imaginarios que después producirán nuevas palabras un día llegado el caso. Lo mejor es leer palabras de otros. Produce más felicidad. Lo que otros escriben acaba siendo mío. No entro en el proceso comercial ni en la ridícula idea de la posesión. Nadie es dueño de un libro. Los derechos de autor son una forma de hablar, un intento de defensa entre la manada de lobos, algo que necesitamos para creer que esto es un oficio. Los libros tienen lectores. Un lector es una persona que se alquila a sí misma para vivir otras vidas. Porque sólo tenemos una cabeza leemos. Porque sólo tenemos una posibilidad de existencia leemos. Los lectores deberían ser más famosos que los autores porque una buena lectura supera en libertad a cualquier escritura. El autor llega con mucho esfuerzo al piso dieciséis y dice: aquí me quedo, no puedo más. El lector desliza su mirada por el edificio que ha construido y piensa: yo viviré en el piso treinta. Y hasta allí lleva sus pertenencias y sube como puede sus trastos, un poco más cerca del cielo. Acaba de inventar una nueva vida. Y es suya. Le pertenece. Nadie le podrá echar nunca de allí. Por eso no me gusta leer lo que escribo. Sé que me habré quedado mucho más abajo, en el primer piso de una torre que nació para ser derruida.