18/1/14

Dolor de espalda y mareos ocasionales desde hace algo más de una semana. Mi tentativa de convertirme en voz hace que los males pasen a segundo plano ante la idea de una existencia basada en luz, textura y sonoridad. Primero un Nespresso y después otro más americano que hizo mi mujer. Fumo. Las grandes cosas de la vida se deciden fumando. Los tránsitos se llenan de ese humo que conecta un trozo con otro para dar sensación de continuidad. Si una vida puede ser considerada una historia es por esos pequeños enganches que la fragmentan y a la vez la engarzan mágicamente. No soy amigo de tomar medicinas. Soy de esos necios que piensan que el dolor está ahí para enseñar. Una manifestación sagrada de algo que hasta el momento no he sido capaz de vislumbrar ni mucho menos entender. Tendré que preguntarle a Nuria si el ibuprofeno tiene propiedades antiinflamatorias. Ella sabe todo lo relacionado con la vida real. La envidio como se envidia la contemplación de un puente perfecto o el despegue de un cohete. La amo como se ama abstractamente a un fluido que opera en silencio manteniendo la vida ¿Qué sería sin ella? A veces siento que cuando me convierto en voz la pierdo. Revoloteo torpemente por la casa obligado a esa otra dimensión. Planeo sobre las alfombras como si atravesase una tundra monocromática, una tierra infértil sobre la que siempre apetece silbar algo, una melodía fácil que en secreto te dice quién eres. Las palabras pesan tanto algunos días que te ves tentado de dejarte caer en picado con la esperanza de que todo deje de doler. Parto la pastilla, alargada y blanca, por la mitad y me la meto en la boca acompañada de un trago de agua. Si fuera una voz como Dios manda no me dolería nunca nada.