18/1/14

Las personas cambian de significado con el tiempo, igual que las palabras. Si ahora digo viernes no es lo mismo que cuando lo decía con veinte años. Si a viernes le añadimos la palabra yo sucede lo mismo. El eco de tal suma no me lleva a las mismas calles ni a la misma presión sanguínea. El mundo ofrecía otras oportunidades ese día. Las actuales son acogedoras, pero parecen osos de zoo que mirasen a la luna creyéndola parte del alumbrado. Ya es oficial: la palabra viernes y yo hemos cambiado, por si a alguien le interesa tan valiosa información. Ya no salimos tanto y nos aburre el jaleo imaginario de los bares a los que nos asomamos como viejas estrellas invitadas a las que se aplaude por lástima. El pasado tiene la manía de convertirse en una casa de muñecas (con nosotros dentro) o en la maqueta de una ciudad que ya no merece la pena descubrir (con nosotros más dentro aún.) Detrás de mí, o en otra parte que me empeño en creer que sigue existiendo, está el depósito de esos días. Un chatarrero coge los trozos oxidados intentando calcular qué le darían por ellos. Pero la pregunta es, ¿dónde venderlos? No creo que exista un comercio de lo que ya no existe. Esas cosas sólo nos interesan a los ojeadores y a los ociosos que preferimos darnos la vuelta para que el viento helado de la realidad no nos corte la cara. Esa es la valentía de escribir, la grandeza de entender el tiempo como una tomadura de pelo para idiotas que se montan en el tren de la bruja y creen que al salir del túnel estarán en otro país, incluso en otro mundo.