17/1/14

Ayer me encontré con alguien que lee lo que escribo aquí. Me reconoció él. El apretón de manos duró más de lo que suelen durar esos gestos con los desconocidos convencionales. Su mano agarró la mía y la movió despacio mientras me miraba. Intuí que me estaba agradeciendo algo, aunque en ese momento no es fácil separar la información de la opinión. Primero llegan las noticias: una persona que avanza hacia ti mientras dice tu nombre. Su mano extendida. Tu curiosidad de saber quién es y qué le une a ti. Después, la intención de estar a la altura, de no banalizar el encuentro ni decepcionar la idea que esa persona pueda tener. No sé qué imagen tendría. Supongo que la que le den mis palabras. Nunca sabemos si es mejor de esa forma o de la otra, la convencional, la que acaba dando el tiempo y las horas de todos los días que estamos con alguien en circunstancias que después podemos llegar a negar u olvidar o mezclar con otras que nunca pasaron, y así completar el cuadro y acabar diciendo: sí, todo eso que ahora pienso es él o ella y nunca cambiará aunque desaparezca o un día se apague o ya no esté en mis pensamientos. Hacer público lo que escribes te hace responsable del nacimiento de otro que ya no manejas tú. Hay un Luis Acebes que dejó de vivir conmigo hace mucho. Ya no come del mismo plato que yo. A ratos es de otros y pasa temporadas en sus casas. Abre sus botes de mermelada y huele su ropa del armario cuando no están. Se tumba en sus camas y mira sus techos como el que mira por primera vez el mapa de un tesoro. Sólo sé que ayer al darnos la mano para despedirnos sentí que el Luis Acebes corpóreo no le había dicho gran cosa. No me extraña. Confieso que a mí tampoco.