15/1/14

La época en la que empezamos vuelve a menudo en forma de medicina o gasolinera imaginaria en medio del camino en la que paro a repostar cuando siento que la última cuesta ha podido conmigo. El olor del combustible entrando me hace recordar las tardes de ese primer invierno paseando contigo por calles del Ensanche cuyos nombres no me sonaban, pero que a medida que las recorríamos me parecían de gente a la que conocía de toda la vida. Enric Granados, dos metros por detrás de nosotros, nos seguía con su piano portátil y ese bigote anacrónico para 1998 pero tan agradable como las floristerías tan poco iluminadas que veíamos al pasar. El amor es un buen ejemplo de cómo actúa el presente histórico. Se puede usar para decir que Julio César atraviesa La Galia con sus legiones o para confirmar que ambos paseamos todavía por esas calles de Barcelona en las que, de vez en cuando, tú decías café o tomemos un suizo, y yo imaginaba un bollo con azúcar como se lo conoce en Madrid y no una taza de chocolate con nata. Estaban los colmados, las librerías y esas tiendas inimaginables ya por no pertenecer a ninguna franquicia. Después volvíamos a mi apartamento minúsculo en Las Corts. Escuchábamos jazz, comíamos jamón y nos besábamos. Barcelona debería estar en lo alto de la lista de las mejores ciudades para enamorarse. Si no lo estás ve allí y busca las huellas que dejamos. Todavía esté el olor de esos días por ciertas calles que deberás encontrar convirtiéndote en hombre o mujer lobo, presencia ante la que los descreídos se apartarán de ti aterrados para refugiarse en un portal.