26/1/14

El juego consiste en creer que el cuerpo y la mente no viajan juntos, que hay una posibilidad de que todo lo que contiene esta última puede ser dejado atrás en un movimiento limpio y rápido. Te despiertas antes que ella y te vas de puntillas con las cuatro cosas indispensables. Mi amigo lo intentó. Estuvo jugando al escondite consigo mismo muchos años. Me llamaba cuando en el lugar en el que estaba era de madrugada y en Madrid era la media mañana de un martes laborable. Desde un teléfono público insistía en que lo estaba consiguiendo. Por si no le creía, le pasaba el auricular a una mujer borracha que me saludaba y me decía que me cogiera un avión y me juntara con ellos. Después transcurrían largas temporadas sin noticias hasta que un día leía en un papel: Estoy en Borneo. Vivo desnudo con los nativos. Trepamos a los árboles. Comemos lo que la tierra nos da. La carta no especificaba fecha. El papel olía a gasolina. Es extraño acercarse un papel a la nariz e imaginar cómo será la vida del que te escribe: relacionar Borneo, nativos y gasolina en un mismo pensamiento y desear que sea armónico y después actuar como el que alisa la arruga de un mantel mientras espera ansioso la llegada de los invitados. Mi amigo está bien, piensas, puede que por fin le haya dado esquinazo a su tormenta. Luego vinieron Miami, Los Ángeles y una lista de ciudades y estados que fueron llegando confusos a ese lugar desde el que se organiza la logística de una amistad y adonde primero llegan las noticias de los hilos que se rompen o las interferencias producidas por el silencio. Un centro de datos desde el que alguien que bebe demasiado café acaba diciendo: le hemos perdido. Sí. Eso fue exactamente lo que pasó. En el último trago de café sentí su ausencia. Algo por dentro me dijo que sería un estado permanente, de difícil vuelta atrás. Años después me enteré que vivía en Santo Domingo, que se había casado, que tenía un hijo. Puede que en esa isla su cuerpo firmara un armisticio con su mente. Ya no huiré más. A cambio tú dejarás de lanzar esas bombas que hacían que durmiese abrazado a una maleta, temblando, sin poder cerrar nunca del todo los ojos. O simplemente se cansó. Los perros viejos ya no van a por la pelota que les tira nadie.