23/1/14

Algunas noches, cuando no consigo dormir, pienso que voy en un avión. No hay asientos, sólo mi cama en medio y yo acostado. Atenúo las luces de la cabina, con un regulador que tengo en la mesilla, hasta que consigo la iluminación que tendría mi propio velatorio si alguien me ofreciese la posibilidad de no transcurrir en esta época sino en la Edad Media. La temperatura es agradable. Volamos sobre un océano. No importa cuál. Tampoco el destino. El piloto tiene órdenes de volar hasta que me duerma. La única condición es que nunca lo hagamos sobre tierra firme. Antes de cerrar los ojos me quedo un rato observando nuestra posición en la pantalla. La tripulación sabe cuánto me gustan esos círculos hipnóticos sobre la Antártida: a treinta mil metros del suelo es el mejor sucedáneo para recordar que un día, casi al comienzo de todo, unas manos me mecieron para que imaginara un continente de hielo dentro de mí con extrañas luces provenientes de las raíces del abismo que me anunciaban ya el camino.